Casa (diarios, CXV)
- M
- 14 sept 2024
- 2 Min. de lectura
Paso por el patio de mi antiguo colegio, mirándolo a través de sus vallas amarillas, que parecían tan altas entonces (...). Metía los dedos entre ellas y gritaba con una voz aguda (la misma que ahora me sale si grito alto): ¡CASAAAA! Y respiraba tranquila. Había corrido lo suficiente (me enseñó a correr, sí, a correr, una amiga que hice el curso anterior en el patio de los pequeños) como para alcanzar la bendita valla amarilla tras la única fuente que funcionaba y salvarme.
Ahora las semanas parecen un poco eso. La carrera, evitando que te pillen, que te alcancen el estrés de las cosas por hacer, la prisa por llegar a todo, las obligaciones y lo que te impones como tal pero que no lo son (esas corren rapidísimo detrás de mí). Siento que apenas cojo aire con las manos en las rodillas tres segundos entre un día y el siguiente. Y entonces, de repente, la valla amarilla.
Voy de camino al trabajo otra vez, mi jornada laboral más larga de la semana. Pero sabe como a revancha: María se ha quedado con el móvil en el pecho porque me ha pedido que le escriba cuando vaya llegando. Lola ha tardado tres segundos en subirse a los pies de la cama y echarse sobre el pijama que uso a modo de camiseta, arrugada sobre el colchón. Las miro y sé que ahora la quedo. Hoy las horas van a correr espantadas, aterrorizadas de mí. Pero no tienen nada que hacer, los sábados nadie corre más que yo, porque al bajar las escaleras por la noche, mi valla amarilla tiene forma de Peugeot 208 y una sonrisa algo cansada, gemela a la mía.
Atentamente,
María




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