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Las flores muertas del jardín trasero (diarios, LXXVII)

  • Foto del escritor: M
    M
  • 16 feb 2022
  • 2 Min. de lectura

TW. La advertencia de contenido que ahora está en tantos sitios. Trigger. Desencadenar. También gatillo, claro. Porque una vez lo presionas, dispara.


Hace poco hablaba con alguien de la bala que encuentra Helena en su nudo del pelo. Le dije que yo entendía que era la que había esquivado, pero que en realidad la llevaba consigo. Así lo leí. Lleva un enredo que se hace más y más grande alrededor de la bala y del que solo se libra tras la muerte de... no recuerdo el nombre del personaje. No importa, ¿no? Supongo que de eso se trata. Era un personaje. Estoy segura de que Luna no habrá olvidado el nombre detrás del nombre, igual que yo nunca olvidaré el mío. Porque llevamos la bala que esquivamos.


He retrasado tanto como he podido ir al instituto. La última vez que estuve allí fue en junio de hace diez putos años, en la graduación de J. Fue también la última vez que intercambié una mirada con él. Me fui antes de dirigirle la palabra, pero le vi y me vio. Se me acaba el plazo para enviar mi título de bachillerato compulsado y he tenido que ir. Como la vida es una puta, tengo que volver esta tarde para terminar de cerrar el trámite. Nada más cruzar la puerta he notado cómo me absorbían todo el oxígeno del cuerpo y no he sabido volver a respirar. He tenido que esperar unos minutos, el tiempo suficiente para girar la cabeza a la derecha, ver la puerta, la maldita puerta tras la rampa, y he notado cómo empezaba a disociar. No se lo deseo a nadie, jamás. Menos mal que la conserje ha interrumpido el proceso a gritos porque me ha confundido con una madre que todavía no se ha enterado de que no se puede ir a la hora del recreo. He conseguido decirle que había hablado con ella por teléfono y para lo que iba y me ha dirigido a secretaría, donde casi me echo a llorar porque no podía dar carpetazo todavía. Yo quería hacerlo antes de mañana, porque el tiempo apremia y porque en la última sesión con D hablamos de esto. Quería celebrar mi pequeña victoria.


Pero qué victoria. Poder volver a un sitio en el que dos años borraron cuatro anteriores y todo lo bueno que pudo haber en ellos. Poder hacer un trámite de mierda, sencillo para cualquier persona. Esa era mi mísera victoria, no desmoronarme haciendo algo que cualquiera haría. Y no la he tenido. No solo porque tengo que volver, sino porque me ha bastado menos de un minuto allí para corroborar por qué llevo evitándolo una década. No puedo caminar por sus pasillos sin más. Estoy tan cansada. A veces creo que nunca acaba. No se desvanece, no disminuye, no amaina. Ha pasado mucho tiempo y las heridas siguen abiertas.


Mañana, creo, empiezo la terapia EMDR. Solo espero aguantar el temporal. Y voy a hacerme una promesa: no voy a dejar que nadie, en ningún momento, trate de hacer pequeño todo esto que siento. Nadie. Por mí, a los 26. Y por la María de los 16.


Supongo que hay más cosas que contar desde diciembre, pero hoy no consigo recordarlas.


Atentamente, María



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