Lo sagrado (diarios, CIII)
- M
- 26 dic 2022
- 2 Min. de lectura
Si acostumbras a vivir en el pródromo, sabrás de lo que te hablo. La importancia, la necesidad de sacralizarlo todo. Que cada actividad nimia y trivial se ritualice y así hacerla eterna.
Si estás familiarizada con la sensación de que tu cuerpo desconecta con la realidad y deja de ser capaz de sentir, sabrás cómo una salida a la calle cuando cala el frío o un sorbo o bocado a algo intensamente ácido que estimula tus glándulas parótidas pueden salvarte.
Hacer una sola cosa a la vez también ayuda, pero si tu mente bulle, no siempre es posible. Por ejemplo yo tecleo esta entrada mientras almuerzo una ensalada que he preparado de forma tortuosamente y deliciosamente lenta.
Estoy sentada al sol y mentalmente me imagino guardando entre papel de seda, en una caja en el cajón del armario, recuerdos de estos días en los que me he empujado a sentir: el abrazo esponjoso de LJ en sudadera, el olor de la cabecita de E mientras lo mezo y lo arrullo, la voz de María cantando El Ejército o el tacto, la temperatura de su piel contra la mía, el sabor del pan casero de los padres de M.
Tomarme ese tiempo es a menudo mi manera de engrandecer esos instantes que se llevaría la corriente de vivencias de otro modo. Necesito honrarlos como lo que son: las piedras a las que buscaré sujetarme cuando el viento arrecie.
También me recuerdo que la presencia es, a menudo, mi hábito pendiente. De ahí la necesidad de ejercitarlo. Por eso me tumbo mirando al techo para escuchar álbumes enteros o he dejado de decir que no me gusta el sol.
He decidido agarrarme a la vida de otra forma. De una que me permita desaprender la media luz, la vergüenza y la prisa. Donde haya cabida para palabras como adorar, desvelo por amor, instinto animal, ternura a quemarropa.
Atenta y sagrada,
María.





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