top of page

pródromos (diarios, XXXIII)

  • Foto del escritor: M
    M
  • 15 oct 2020
  • 4 Min. de lectura

arcadanauseangustiafatigansia


Las tres acciones sincronizadas que componen el acto de la emesis se originan en el bulbo raquídeo y, según numerosos estudios, parece que de todos los quimiorreceptores que pueden accionarse originando la vía de activación, la sustancia P es la única involucrada en todas las posibilidades, como etapa final.




La primera vez que vomité conscientemente tenía 17 años. Hacía unos meses que había dejado al idiota de mi primer novio (pero solo eso, idiota) porque me había enamorado. Como tú y yo no podíamos tener nada parecido a una relación y mucho menos pública, seguí acostándome con él. Después de todo sentía que le debía algo y a ti te daba igual. Fue un verano muy largo hasta febrero, donde lo dejé plantado por ir a comer contigo y entonces me dejó él a mí, como si las veces que nos encontramos durante ese tiempo no fuesen, sabiéndolo ambos, solo una despedida muy larga en la que hacía mucho que ni siquiera quedaba cariño. Era día 14 y se había quedado esperándome con un conjunto de lencería como regalo. Como regalo para él, claro. Pero eso no hizo que me sintiera menos culpable. Llevaba desde el inicio del curso estirando mis extremidades para llegar a todo en el año más estresante de mi vida, pero todo podría reducirse a: los exámenes, los trabajos, las interminables sesiones de estudio y tú y tu enferma necesidad de tenerme a tu disposición 24/7 so pena de hacerme sentir una mala persona por no tener tiempo, todo el tiempo, más tiempo para ti. Hasta ahí todas esas cosas a las que tenía que llegar, porque me había rendido en eso de intentarlo con la vida social por entonces. Influía que si estaba fuera no podía contestarte los mensajes y me dolía el estómago solo de pensar que al volver a casa te leería diciendo que eras viejo (lo eras, lo eres) y que yo estaba malgastando mi vida contigo (lo hacía). La cuestión es que estaba al límite de mis fuerzas. Pasaba mucho tiempo en casa, mucho sin dormir, estudiando y satisfaciendo tu patológico deseo de atención. Empecé a engordar. Hasta entonces me había mantenido en unos 60kg que para mi altura no eran tampoco nada desmesurado. Miro atrás y no recuerdo signos de la ansiedad que hoy conozco, pero eso no quiere decir que estuviese bien. Era evidente que no lo estaba y era evidente que mucha gente lo sabía. Pero no pasaba nada porque siempre había sido un poco extraña y solía guardarme mis cosas para mí y, qué demonios, seguía teniendo una media brillante. The golden one. Entonces tú, de entre todas las personas, tú, con tus 30 años más, tu piel arrugada, tu saliva rancia, tus manos desesperadas, tú, me dijiste que vaya culo se me estaba poniendo. La primera vez que me metí los dedos lo hice con miedo y con mucha torpeza. Pero mejoré. Mejoré tanto que me asusté más y le pedí ayuda a M. M tiró de mí entonces mejor de lo que nadie que me dijese que qué pena la persona tan triste que me había vuelto lo podría haber hecho jamás.


La segunda vez que vomité había atravesado una playa corriendo por la orilla, escapándome, para verte. Me acosté contigo. Deshice el camino por la misma orilla y me escribiste hablándome de tu mujer. Me metí los dedos nada más llegar al hotel. Esta vez solo sentí asco.


La tercera vez que vomité ni siquiera me metí los dedos. Acompañé a J a su graduación y allí estabas tú, detrás de tus 54 llamadas diarias que nunca cogía, los 17 sms continuos, cada una de las veces que me escribiste antes de que pudiera bloquear tu acceso a mí por todas las vías. No tuviste el valor de acercarte, pero te me quedaste mirando de lejos a través de la sala, de esa misma sala, y yo me encerré en un baño y me salpiqué el vestido.


La cuarta vez que vomité fue la última que te vi. Me pareció tan violento verte salir de entre la gente, en una calle cualquiera, ser consciente de que siempre podríamos encontrarnos por casualidad, que me mareé y tuve que sentarme. Al llegar a casa me metí los dedos hasta que sentí que no quedaba nada en mi estómago.


He seguido engordando. Hay noches en que me provoco una repulsión extrema y en medio de ese pensamiento, se me ocurre que si hubiese sido así por entonces, jamás me habrías escrito y nunca hubiese ocurrido. A veces lo he pensado tan fuerte que he comido hasta tener náuseas y he vuelto a vomitar. Como si pudiera salvarme desde ahora.


Ahora, cada vez que hablo de ti en voz alta, siento que vomito. Si pronuncio tu nombre, lo retengo un poco antes en la lengua, porque sabes a bilis ocho años después. Sustancia P. Me he pasado mucho tiempo tapándome la boca, pero ahora, si tengo que hacerlo, te escupo. Sé que incomodo a la gente, que la pongo triste, que la hago enfadar. Lo veo en los ojos de los demás cada vez que sale el tema (ahora, incluso, a veces lo saco yo, como si nada): un poco de culpa en los que estuvieron entonces y no lo vieron o miraron a otro lado o no entendieron nada como yo; tristeza a veces. Rabia, rabia de verdad, rabia violenta en gente que me quiere. Pero lo siento, seguiré vomitándoos. Como ahora. Sé que no es agradable ver a alguien hacerlo, pero es más desagradable tragarte tu propia bilis. No voy a seguir disculpándome. Además, ya es una costumbre. Ya sabes.


Los ritos de los rotos, amor mío, ademanes que espero que no comprendas nunca (BC).



ree

 
 
 

Comentarios


bottom of page